EL MOTÍN DEL HAMBRE
Acuciados
por el hambre, los cordobeses se amotinaron en 1652, en
protesta contra la presión fiscal y los acaparadores de grano.
JOSÉ CALVO POYATO recrea las frenéticas jornadas que vivió la
ciudad y analiza el movimiento espontáneo, que carecía de
organización y meta definidas En Andalucía, los años
cuarenta del siglo XVII fueron tiempos de dificultad y
malestar. La conjura del duque de Medina Sidonia y del marqués
de Ayamonte, en 1641, al socaire de los levantamientos catalán
y portugués, no fue capaz de aprovechar esa corriente de
malestar, que estaba a flor de piel entre las clases
populares, para sus fines de sublevar Andalucía contra la
autoridad de Felipe IV. El problema, a pesar del estrepitoso
fracaso de aquella conjura nobiliaria, no hizo sino
intensificarse a lo largo de los años siguientes.
Las
causas de ese malestar fueron varias y algunas de ellas no
habían cesado de crecer con el paso del tiempo. Una
climatología caprichosa, en la que se alternaban períodos de
sequías con épocas de grandes aguaceros, tan dañinos para la
agricultura como la falta de agua, hizo que el hambre
apareciese por tierras andaluzas con mayor frecuencia de la
que era habitual. La dureza de la imposición fiscal, cada vez
mayor como consecuencia de la voracidad con que la Corona
exigía recursos, era también una importante fuente de
inestabilidad. La venta de bienes baldíos, propiedad de la
Corona, en los que muchas familias menesterosas obtenían
importantes elementos para su subsistencia —recolectaban
setas, espárragos y otros frutos silvestres, obtenían leña
para sus hogares y eran lugares donde podían pastar algunos
animales de su propiedad— había generado una oleada de
protestas, en las que se recogía el rechazo a aquellas
medidas. El papel sellado, obligatorio para dar validez a
cualquier documento público, era también objeto de una repulsa
generalizada. La llegada de jueces ejecutores para cobrar los
atrasos en los impuestos ordinarios y extraordinarios,
utilizando para ello la amenaza y la extorsión, era tan temida
en las poblaciones como si de una epidemia se tratase. También
la dureza en las exacciones que, en los lugares de señorío,
practicaban muchos de los señores generaba un adecuado caldo
de cultivo para ese malestar creciente.
El estrago
de la peste
A finales de la década vino a sumarse
la aparición de un terrible epidemia de peste que causó
estragos entre la población, además de afectar gravemente a la
economía del reino de Córdoba, que en muchos lugares quedó
paralizada como consecuencia de la incomunicación impuesta por
las medidas sanitarias de aislamiento y la cuarentena a que
quedaban sometidos los lugares contagiados. Baste señalar que
la peste causó en la capital cordobesa unas 13.000 víctimas
sobre una población que rondaría los 40.000 habitantes; es
decir, que acabó con la tercera parte de la población
cordobesa entre 1648 y 1650.
Ante este panorama, no
debe extrañarnos que, cuando en 1645, don Luis de Haro, a la
sazón valido de Felipe IV, tras la caída del conde-duque de
Olivares, acudiese al reino de Córdoba en busca de subsidios
con los que socorrer las mal trechas arcas de la Real
Hacienda, sus gestiones quedasen limitadas a la ciudad de
Bujalance porque, con las noticias que recibió del estado en
que se encontraban los ánimos, optó por no aparecer por otros
lugares. Todo apunta a que la decisión del valido fue
prudente, ya que en los años siguientes hubo algaradas,
protestas e incluso algún motín en diversos puntos de la
geografía cordobesa. Así ocurrió en Montemayor, en Espejo, en
Luque o en Carcahuey, y, sobre todo, en Lucena, donde el
malestar de la población contra el marqués de Comares, titular
del señorío, por los numerosos abusos que éste cometía contra
el vecindario, había dado lugar a diferentes protestas. Bastó
con que a comienzos de 1647 apareciesen por la ciudad varios
jueces ejecutores y otros ministros con la pretensión de
cobrar un servicio extraordinario de 8.000 ducados, a repartir
entre los vecinos, para que el pueblo se amotinase y los
cobradores tuviesen que buscar refugio en el convento de los
padres franciscanos. Los amotinados asaltaron la cárcel y
pusieron en libertad a dos hombres que habían sido presos por
decir a un juez de éstos que sería un cabrón quien pagare. La
situación llegó a tal extremo que el marqués hubo de prometer
que se suspendería la cobranza del impuesto, pero como los
lucentinos no se fiaban, exigieron que fuesen rotas las
cédulas reales en las que se ordenaba el cobro. También fueron
destruidas todas las existencias de papel sellado, todo un
símbolo de la presión fiscal. Sin embargo, nada parecía
detener el ímpetu desatado entre los amotinados que intentaron
asaltar el convento donde los cobradores habían buscado
refugio, por lo que éstos fueron sacados de allí de forma
subrepticia para poner a salvo sus vidas.
“Oigo el
ruido y el griterío”En una carta que el marqués de Comares
escribía a la Chancillería de Granada, poniendo en
conocimiento del alto órgano judicial aquellos graves sucesos,
señalaba: “Desde mi aposento oigo el ruido y griterío que anda
por las calles y, a juicio de los que me han asistido, que son
los vecinos de más obligaciones, será el número de la gente
acuadrillada más de 500 hombres, todos gente trabajadora, y
algunos con las caras tiznadas para no ser conocidos.”Sucesos
parecidos a éstos tenían lugar en otros lugares de Córdoba.
Las noticias que se tenían en Madrid de todo ello dejaban una
profunda preocupación, por cuanto los temores apuntaban a un
levantamiento en Andalucía por que en otras partes, como en
Granada o en Sevilla había un ambiente tan enrarecido como el
que se respiraban en tierras cordobesas. El Consejo de
Castilla informaba al rey de que la causa principal de
aquellos movimientos era lo insoportable del peso de los
tributos. En opinión de dicho Consejo, la situación se veía
tan negra que era imprescindible actuar con prudencia y
cautela y, aunque no se aludía al levantamiento catalán y
portugués, tal vez por no herir la sensibilidad regia, se
hacía referencia al movimiento de las Comunidades de Castilla
cuando se indicaba a Felipe IV: “Enviar ahora un alcalde a
Lucena para que la castigue, que es el remedio ordinario, sólo
serviría para encender más el fuego, porque, sin duda, se
habría de precipitar esta ciudad y convocaría la ayuda de
otros lugares”, como sucedió en Castilla en 1521. Se
recomendaba escribir al marqués de Priego y al conde de Cabra,
dominios señoriales próximos a Lucena, agradeciéndoles el
esfuerzo que realizaban por mantener la quietud pública en sus
lugares respectivos.
Carestía y
hambruna
En la primavera de 1652 la situación en la
ciudad de Córdoba era preocupante: a las pérdidas humanas y
económicas ocasionadas por la epidemia de peste, se añadía
ahora la falta de trigo por la grave sequía sufrida en 1651,
que había tenido como consecuencia la pérdida de la cosecha.
Aunque, al parecer, la cantidad de grano existente no
justificaba lo elevado del precio del trigo, el pan había
llegado a niveles inalcanzables para la mayor parte de las
economías. La razón que se daba para aquella situación
apuntaba directamente hacia el acaparamiento de granos
realizado por algunos miembros de la elitista nobleza
cordobesa, una de las más cerradas de Andalucía, y por parte
de algunos eclesiásticos.
Ante los primeros signos de
protesta, algunos de los alcaldes se emplearon con particular
dureza. Destacaron en este sentido Juan Adán y Bartolomé de
Porras, quienes incluso vejaban a los humildes por causa de su
extrema necesidad. Por su parte, el corregidor, vizconde de
Peña Parda se sentía ajeno a los problemas de los desvalidos y
no tomaba disposiciones que aliviasen la situación de los
hambrientos. En aquellas circunstancias, en la mañana del 6 de
mayo una mujer, dando gritos lastimeros y llevando en brazos a
su hijo muerto por hambre, recorrió las calles del popular
barrio de San Lorenzo. Su imagen conmovió a algunas mujeres,
que comenzaron a increpar a los hombres su indolencia y
cobardía ante una situación de la que se aprovechaban un grupo
de especuladores, sin que las autoridades pusiesen el remedio
que el caso requería. Poco a poco, los ánimos se fueron
caldeando hasta que un grupo, exaltado por los improperios de
las mujeres, se armó como pudo: palos, hoces, guadañas y
algunas espadas, y se dirigieron a la casa del corregidor. En
el camino, el concurso de los que se sumaban a la protesta era
cada vez mayor, con lo que la algarada empezó a cobrar
vuelos.
Peña Parda, advertido por un propio de lo que
acontecía, huyó de su casa y buscó asilo en lugar sagrado,
acogiéndose al amparo del convento de los padres Trinitarios.
Su huida acabó de encrespar los ánimos y los revoltosos
penetraron en su casa, que fue saqueada y robada —otra vez el
aliento de las mujeres fue determinante en la acción
emprendida por los hombres—. Muchos de los miembros de la
nobleza local y aquellos que eran conocidos acaparadores de
grano siguieron el ejemplo del corregidor y buscaron refugio
en recintos sagrados. A partir de aquel momento, la ciudad
quedó en manos de los amotinados a quienes, sin embargo, les
faltaba dirección y objetivos concretos. El motín había sido
la respuesta a una situación de malestar generalizado y al
sentimiento que en un puñado de hombres inculcaron las
mujeres. No obstante, aquello fue suficiente para que
explotase la justa cólera popular.
Requisas de
grano
Según algunas fuentes, sólo el anciano obispo
de Córdoba, fray Pedro de Tapia, pudo ejercer un poco de
autoridad en medio del furor desatado de las turbas, que
habían iniciado un sistemático asalto de las casas donde la
voz pública señalaba que había guardadas partidas
significativas de grano. Los amotinados lo tomaban y lo
llevaban al depósito y a la propia iglesia de San Lorenzo, que
se convirtió en un improvisado granero. Otras versiones
señalan que los amotinados obligaron al obispo a encabezar las
manifestaciones y los actos de requisa.
Algunos datos
apuntan a que la cifra de los amotinados alcanzaba varios
miles de hombres. Se apoderaron de los puntos fuertes de la
población, establecieron guardias en las puertas de la muralla
y se adueñaron de los cañones que artillaban el castillo de la
Calahorra, situado al otro lado del Guadalquivir,
emplazándolos en el puente y en la puerta de Gallegos como
medidas de protección ante un posible ataque, ya que circulaba
el rumor de que el marqués de Priego y el conde de Cabra,
cuyos estados señoriales se encontraban en las tierras
meridionales del reino, estaban preparándose para atacar
Córdoba.
Para organizar la defensa, los amotinados
concentraron grandes contingentes de hombres armados en dos
puntos de la ciudad: San Nicolás de la Ajerquía y el barrio de
San Lorenzo, que era de donde había partido el
movimiento. Al caer la noche, la tensión era muy alta,
circulaba todo tipo de rumores y eran muchos los que
manifestaban su deseo de acometer a los que culpaban de la
situación de miseria y de hambre que padecía la mayor parte de
la población. Para evitar males mayores, el obispo logró que a
lo largo de la noche numerosas partidas de frailes recorrieran
las calles de la ciudad, tratando de aquietar los ánimos de
los más exaltados. A lo largo del día 7, las turbas, dueñas
de la ciudad, continuaron asaltado las casa de las familias
más acomodadas y prosiguió el descubrimiento de importantes
cantidades de grano acaparado por los especuladores —entre
ellos había numerosos clérigos y varios prebendados del
cabildo de la catedral cordobesa—, lo que no hacía sino
excitar más aún los ánimos de unas gentes que habían padecido
hambre por causa de los excesivos precios alcanzados por el
trigo. Aumentaron los rumores de que el marqués de Priego, al
frente de un verdadero ejército, marchaba sobre la ciudad para
sofocar lo que ya se consideraba una rebelión en toda regla,
aunque sin objetivos definidos: los gritos que se oían por las
calles eran contra la nobleza cordobesa, los clérigos
acaparadores y el mal gobierno. Y como en tantos otros motines
de la España de los Austrias, los amotinados repitieron una y
otra vez el consabido grito de “Viva el Rey, abajo el mal
gobierno!”El 8 de mayo, el motín alcanzó mayores proporciones,
la ira popular se desbordó en acciones de violencia
incontrolada contra los bienes y propiedades de los ricos, a
la vez que los cabecillas, que surgían por todas partes,
arengaban a las masas, clamando para que se diese muerte a los
potentados. Ya no se trataba sólo del malestar provocado por
el hambre, afloraban sentimientos más profundos, consecuencia
de largos años de humillaciones, vejaciones e injusticias.
Varios grupos de los más exaltados, capitaneados por unos
improvisados dirigentes, robaron los palacios más suntuosos y
se apoderaron de importantes cantidades de dinero y de armas
de fuego. La rebelión se había extendido por todos los barrios
de la ciudad y el número de los amotinados alcanzaba la cifra
de 6.000 hombres.
Pueblo influenciable Sin
embargo, aquella fuerza fue incapaz de dotarse de una mínima
organización. Bastó que un prestigioso caballero de la orden
de Calatrava, Diego Fernández de Córdoba, cuyo ascendiente
sobre el pueblo era muy grande por la bondad de que hacía
gala, se dirigiese a las masas para que éstas depusiesen su
actitud, prometiendo el abaratamiento del precio del trigo a
fin de que la multitud pidiese su nombramiento como corregidor
de la ciudad. El obispo quiso aprovechar aquella coyuntura y
se reunió en las Casas Capitulares con un grupo de miembros de
su cabildo eclesiástico, varios de los priores de las órdenes
religiosas con conventos en la ciudad, un alcalde de casa y
corte y algunos regidores del cabildo municipal. Con el apoyo
de aquella extraña asamblea, logró vencer los escrúpulos de
Fernández de Córdoba a ser nombrado corregidor por aclamación
popular. Fue el obispo quien le entregó las insignias propias
de su cargo en medio de los vítores del pueblo y de fuertes
descargas de arcabucería.
Los días siguientes al
nombramiento del nuevo corregidor, la ciudad vivió en medio de
una agitación notable, pero decreciente. Menudearon las
reuniones en las que los eclesiásticos desempeñaron un papel
fundamental, como era lo habitual en la España de los Austrias
en los momentos delicados desde el punto de vista de la
tranquilidad pública. Felipe IV confirmó el nombramiento de
Fernández de Córdoba y se libró la importante suma de 100.000
ducados para la compra de trigo con objeto de abaratar el
precio del pan. Con estas medidas, los ánimos parecieron
aquietarse un tanto, pero la tensión era tal que bastaba el
menor pretexto para que se produjesen fuertes altercados,
algunos de los cuales se saldaban con muertos. Una de esas
muertes encrespó al pueblo de tal manera que más de dos mil
hombres recorrieron las calles de la ciudad pidiendo la cabeza
del homicida, un caballero llamado don Felipe Cerón, y de
otros caballeros.
Todo apuntaba a que entre el pueblo
de Córdoba corría el rumor de que, una vez que los ánimos se
hubiesen aquietado, se tornarían represalias contra los
cabecillas del motín. Para tratar de poner fin a aquella
situación, el obispo y el corregidor obtuvieron del rey un
perdón general que fue pregonado por todas partes. Sin
embargo, no fue suficiente para que cesasen los problemas.
Bastó, otra vez, un problema menor para que los vecinos del
barrio de San Lorenzo se congregasen al son de la campana de
la iglesia que daba nombre al barrio y decidiesen no acatar
las decisiones de las autoridades porque las consideraban
injustas.
En medio de aquel ambiente se llegó a las
vísperas del 24 de junio, festividad de San Juan, en que una
multitud de campesinos de las campiñas aledañas a Córdoba
acudían a celebrar la festividad, que duraba dos días, antes
de que comenzasen las tareas de la siega del grano. Las
autoridades cordobesas tenían fresco el recuerdo de lo
acaecido en Barcelona, algunos años atrás, en el llamado
Corpus de Sangre en circunstancias parecidas. Para hacer
frente a posibles eventualidades, se armaron varias compañías
de hombres que vigilarían las entradas a la ciudad y
desarmarían a los campesinos que entrasen en
ella.
Partidas de bandoleros
Estas
disposiciones surtieron efecto y la temida revuelta no se
produjo, pero un claro indicio de que algo se estaba tramando
lo tenemos en el hecho de que muchos de los cabecillas de los
tumultos vividos de comienzos de mayo abandonaron Córdoba y se
echaron al campo, donde constituyeron partidas que se
dedicaron a ejercer el bandolerismo, asaltando viajeros y
caminantes, robando las haciendas y entorpeciendo las
comunicaciones de la ciudad con el exterior. Los problemas que
causaban llegaron a alcanzar tal entidad que hubo necesidad de
organizar numerosas partidas de hombres a caballo que
recorrieron los campos hasta que lograron poner fin a la
situación. Restablecida la tranquilidad a mediados de julio,
el rey concedió el 20 de aquel mes un nuevo perdón, en el que
se incluía a los que tomaron parte en el que podemos denominar
segundo motín. Los sucesos de Córdoba encontraron eco en
algunas localidades de su reino, donde, como hemos visto, los
ánimos estaban muy excitados. Sabemos que en Bujalance el 19
de mayo hubo un tumulto de gente de la plebe que se juntó para
analizar si se gobernaba bien o no.
Pero pasado el
turbión de los acontecimientos las aguas volvieron a su cauce
y como señaló Díaz del Moral: “... el reloj de la historia
volvió a marcar años, lustros, siglos, antes de que el pueblo
cordobés acariciara de nuevo la ilusión de ser dueño de su
destino”. El motín de Córdoba de 1652, conocido como el motín
del hambre, fue uno de los más llamativos levantamientos
populares ocasionados por la carestía y falta de trigo, que
constituía en la España de la época elemento básico en la
alimentación de las clases populares. Sin embargo, la
explosión de cólera popular, que surgió potente y arrolladora,
carecía de mayores objetivos que el de mostrar la crispación
que había entre las clases populares como consecuencia de las
difíciles condiciones de vida, provocadas por una política
nefasta a la que se unían, con frecuencia dramática, una
climatología caprichosa y la aparición de terribles epidemias.
Aplacados los ánimos con medidas coyunturales, la resignación
volvía a ser la nota dominante entre el pueblo.Llama la
atención que en un entorno cronológico muy próximo las
principales ciudades andaluzas se vieran sacudidas por motines
y levantamientos populares que pusieron en jaque a las
autoridades, las cuales se vieron desbordadas para hacer
frente a las situaciones creadas. Así ocurrió en Granada, en
1648; en Córdoba, en 1652, y en Sevilla, en ese mismo año, con
el llamado Motín de la Feria, al igual que en numerosas
ciudades menores y pueblos de una extensa área de Andalucía. A
pesar de su extensión y de su intensidad, no existió
coordinación, ni hubo objetivos. Sólo en algunos casos hubo un
cierto grado de planificación previa, cuando el movimiento
popular ya estaba en marcha. Algún autor ha puesto de
manifiesto el papel que en esa planificación jugaron los
artesanos del sector de la seda, cuya presencia en muchas de
las ciudades amotinadas era muy importante.
Las
mujeres, inductoras
El miedo que se produjo en la
corte ante un eventual movimiento secesionista en Andalucía,
estaba más relacionado con el temor que inspiraban los
acontecimientos vividos en Portugal y Cataluña, que con la
verdadera realidad del malestar existente en el mediodía
peninsular. En todos los casos, se manifestó en forma de
levantamiento o motín, pero no se aprecia intencionalidad
política, ni otro tipo de planteamiento que vaya más allá de
la protesta por la situación existente. El motín de Córdoba,
de 1652, en el que las mujeres fueron un elemento inductor
decisivo, es un buen ejemplo de lo que
afirmamos.
Córdoba elitista e injusta
La
ciudad de Córdoba, capital del reino de su nombre, era una de
las ciudades más populosas de la monarquía de Felipe IV. Su
población superaba los 40.000 habitantes, antes de ser atacada
por la epidemia que asoló buena parte de las tierras
peninsulares a mediados del siglo XVII. Como consecuencia de
dicho contagio perdió la tercera parte de su población en muy
pocos meses, lo que le supuso un duro golpe. La nobleza
local, que controlaba el gobierno de la ciudad, era una de las
más cerradas y elitistas de toda Andalucía y del conjunto de
la Corona de Castilla. Defendía celosamente sus privilegios de
casta y mantenía una distancia absoluta con las clases
populares, que veían en aquellos nobles engreídos la
representación de los males que les aquejaban. El clero era
muy numeroso. Tenían asiento en la ciudad las más importantes
órdenes religiosas: dominicos, franciscanos, agustinos,
mercedarios, Jesuitas, etc., quienes aplacaban los ánimos de
los más exaltados, predicando la resignación cristiana como
una forma de aceptar la dura realidad que suponía le
existencia cotidiana para las clases populares. Hubo, sin
embargo, clérigos que alentaron la revuelta y tomaron parte
activa en el motín que sacudió la ciudad en 1652. En la
cúspide del estamento eclesiástico se encontraba el obispo,
quien tenía a su disposición las importantes rentas de la
dicesis que eran unas de las más elevadas de España,
alcanzando la cifra de 40.000) ducados anuales.
Las
clases populares estaban integradas por una masa de
trabajadores del campo, que se ejercitaba en las amplias
campiñas que se abrían al sur de la ciudad, y en los artesanos
que satisfacían la demanda de productos de la población,
destacaba el gremio de la seda y todas las actividades
relacionadas con el mismo; hacia 1650 había en funcionamiento
en la ciudad unos 200 tornos de seda y 1.750
telares.
Los Cabecillas
Entre los
principales dirigentes del motín cordobés nos encontramos con
un individuo que atendía al nombre de Francisco Antonio y que
profesó como religioso en el convento de San Agustín, tal vez,
como forma de salvar la vida. Un oficial sombrerero, llamado
Juan de la Cruz, que fue ajusticiado; era vecino de la
parroquia de San Lorenzo. También vecino de la misma e
igualmente ajusticiado era Alonso Baptista. Dos maestros
tintoreros, uno de origen valenciano, llamado Joseph Duque, y
otro cuyo nombre era Antonio de Rojas, ambos pertenecían a la
collación de San Nicolás de la Ajerquía y fueron ajusticiados.
También fueron castigados otros cuatro hombres, con penas de
azotes y galeras, por resistirse a los alguaciles la víspera
del día de san Juan. Según un documento de la época, a estos
castigados hay que añadir otros seis que quedaron presos
porque se hallaron en dicha alteración y tumulto, señalándose
con diferentes y particulares inquietudes, a quienes se ha de
dar el mismo castigo —azotes y galeras— porque así resulta de
los procesos que se van ajustando.Fueron muchos más los
dirigentes del motín, pero las autoridades cordobesas tenían
problemas para localizarles. Hay una relación de hasta 33
individuos a los que se consideraba como responsables de
aquellos sucesos; 16 de ellos eran de la parroquia de San
Lorenzo donde comenzó el motín. La mayor parte eran artesanos:
herradores, sombrereros, aneros, carpinteros, carreteros,
zapateros y sastres. Había también un maestro de escuela, un
boticario y el casero de las monjas del convento de
Regina.
Castigos y fugas
Con el
cuidado que el Consejo ha tenido de los tumultos que se
levantaron en algunos lugares de Andalucía parece que se ha
conseguido la quietud que se deseaba, ejecutando en los más
culpados los castigos que parecieron convenientes, y
particularmente en la ciudad de Alhama, que era lo más
peligroso, donde el licenciado don Gregorio Antonio de Chaves,
oidor de la Chancillería de Granada, a quien V. M. por estos
accidentes nombró corregidor de aquel partido, guiando la
materia con prudencia y destreza, hizo justicia de cuatro de
los promovedores, ejecutando en ellos pena de muerte y
confiscación de bienes, castigando a otros dos con penas
corporales, con que aquella ciudad queda del todo asegurada la
quietud y obediencia, y será muy importante el ejemplo. En
la villa de Ardales se tajaron bien los tumultos con el
castigo que se ejecutó en algunos de los más culpados,
asistiendo a ello el marqués de Estepa por su persona, con
bastante prevención de gente de su estado.., respecto de
haberse entendido que los que fueron condenados en ausencia y
rebeldía andan inquietos en aquella comarca y que podrían
ocasionarse muchos daños si se juntasen con otros de los que
se hallaron en las inquietudes de aquella villa ha parecido
conveniente que V. M. usando de su Real clemencia se sirva de
despachar indulto para los vecinos de Ardales como se hizo con
los de Alhama, exceptuando algunos de los ausentes y
rebeldes.., que por este medio parece que se conseguirá la
quietud... V. M. ordenará lo que fuese más de su servicio.
Madrid y mayo 7 de 1647.
CONSUL DEL CONSEJO DE
CASTILLA
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