LOS ANDALUCES

 LA REVUELTA DE CÓRDOBA DE 1652

BOLETÍN N° 36 -02/2005

 JOSÉ CALVO POYATO

 
EL MOTÍN DEL HAMBRE

Acuciados por el hambre, los cordobeses se amotinaron en 1652, en protesta contra la presión fiscal y los acaparadores de grano. JOSÉ CALVO POYATO recrea las frenéticas jornadas que vivió la ciudad y analiza el movimiento espontáneo, que carecía de organización y meta definidas
En Andalucía, los años cuarenta del siglo XVII fueron tiempos de dificultad y malestar. La conjura del duque de Medina Sidonia y del marqués de Ayamonte, en 1641, al socaire de los levantamientos catalán y portugués, no fue capaz de aprovechar esa corriente de malestar, que estaba a flor de piel entre las clases populares, para sus fines de sublevar Andalucía contra la autoridad de Felipe IV. El problema, a pesar del estrepitoso fracaso de aquella conjura nobiliaria, no hizo sino intensificarse a lo largo de los años siguientes.

Las causas de ese malestar fueron varias y algunas de ellas no habían cesado de crecer con el paso del tiempo. Una climatología caprichosa, en la que se alternaban períodos de sequías con épocas de grandes aguaceros, tan dañinos para la agricultura como la falta de agua, hizo que el hambre apareciese por tierras andaluzas con mayor frecuencia de la que era habitual. La dureza de la imposición fiscal, cada vez mayor como consecuencia de la voracidad con que la Corona exigía recursos, era también una importante fuente de inestabilidad. La venta de bienes baldíos, propiedad de la Corona, en los que muchas familias menesterosas obtenían importantes elementos para su subsistencia —recolectaban setas, espárragos y otros frutos silvestres, obtenían leña para sus hogares y eran lugares donde podían pastar algunos animales de su propiedad— había generado una oleada de protestas, en las que se recogía el rechazo a aquellas medidas. El papel sellado, obligatorio para dar validez a cualquier documento público, era también objeto de una repulsa generalizada. La llegada de jueces ejecutores para cobrar los atrasos en los impuestos ordinarios y extraordinarios, utilizando para ello la amenaza y la extorsión, era tan temida en las poblaciones como si de una epidemia se tratase. También la dureza en las exacciones que, en los lugares de señorío, practicaban muchos de los señores generaba un adecuado caldo de cultivo para ese malestar creciente.

El estrago de la peste

A finales de la década vino a sumarse la aparición de un terrible epidemia de peste que causó estragos entre la población, además de afectar gravemente a la economía del reino de Córdoba, que en muchos lugares quedó paralizada como consecuencia de la incomunicación impuesta por las medidas sanitarias de aislamiento y la cuarentena a que quedaban sometidos los lugares contagiados. Baste señalar que la peste causó en la capital cordobesa unas 13.000 víctimas sobre una población que rondaría los 40.000 habitantes; es decir, que acabó con la tercera parte de la población cordobesa entre 1648 y 1650.

Ante este panorama, no debe extrañarnos que, cuando en 1645, don Luis de Haro, a la sazón valido de Felipe IV, tras la caída del conde-duque de Olivares, acudiese al reino de Córdoba en busca de subsidios con los que socorrer las mal trechas arcas de la Real Hacienda, sus gestiones quedasen limitadas a la ciudad de Bujalance porque, con las noticias que recibió del estado en que se encontraban los ánimos, optó por no aparecer por otros lugares. Todo apunta a que la decisión del valido fue prudente, ya que en los años siguientes hubo algaradas, protestas e incluso algún motín en diversos puntos de la geografía cordobesa. Así ocurrió en Montemayor, en Espejo, en Luque o en Carcahuey, y, sobre todo, en Lucena, donde el malestar de la población contra el marqués de Comares, titular del señorío, por los numerosos abusos que éste cometía contra el vecindario, había dado lugar a diferentes protestas. Bastó con que a comienzos de 1647 apareciesen por la ciudad varios jueces ejecutores y otros ministros con la pretensión de cobrar un servicio extraordinario de 8.000 ducados, a repartir entre los vecinos, para que el pueblo se amotinase y los cobradores tuviesen que buscar refugio en el convento de los padres franciscanos. Los amotinados asaltaron la cárcel y pusieron en libertad a dos hombres que habían sido presos por decir a un juez de éstos que sería un cabrón quien pagare. La situación llegó a tal extremo que el marqués hubo de prometer que se suspendería la cobranza del impuesto, pero como los lucentinos no se fiaban, exigieron que fuesen rotas las cédulas reales en las que se ordenaba el cobro. También fueron destruidas todas las existencias de papel sellado, todo un símbolo de la presión fiscal. Sin embargo, nada parecía detener el ímpetu desatado entre los amotinados que intentaron asaltar el convento donde los cobradores habían buscado refugio, por lo que éstos fueron sacados de allí de forma subrepticia para poner a salvo sus vidas.

“Oigo el ruido y el griterío”En una carta que el marqués de Comares escribía a la Chancillería de Granada, poniendo en conocimiento del alto órgano judicial aquellos graves sucesos, señalaba: “Desde mi aposento oigo el ruido y griterío que anda por las calles y, a juicio de los que me han asistido, que son los vecinos de más obligaciones, será el número de la gente acuadrillada más de 500 hombres, todos gente trabajadora, y algunos con las caras tiznadas para no ser conocidos.”Sucesos parecidos a éstos tenían lugar en otros lugares de Córdoba. Las noticias que se tenían en Madrid de todo ello dejaban una profunda preocupación, por cuanto los temores apuntaban a un levantamiento en Andalucía por que en otras partes, como en Granada o en Sevilla había un ambiente tan enrarecido como el que se respiraban en tierras cordobesas. El Consejo de Castilla informaba al rey de que la causa principal de aquellos movimientos era lo insoportable del peso de los tributos. En opinión de dicho Consejo, la situación se veía tan negra que era imprescindible actuar con prudencia y cautela y, aunque no se aludía al levantamiento catalán y portugués, tal vez por no herir la sensibilidad regia, se hacía referencia al movimiento de las Comunidades de Castilla cuando se indicaba a Felipe IV: “Enviar ahora un alcalde a Lucena para que la castigue, que es el remedio ordinario, sólo serviría para encender más el fuego, porque, sin duda, se habría de precipitar esta ciudad y convocaría la ayuda de otros lugares”, como sucedió en Castilla en 1521. Se recomendaba escribir al marqués de Priego y al conde de Cabra, dominios señoriales próximos a Lucena, agradeciéndoles el esfuerzo que realizaban por mantener la quietud pública en sus lugares respectivos.

Carestía y hambruna

En la primavera de 1652 la situación en la ciudad de Córdoba era preocupante: a las pérdidas humanas y económicas ocasionadas por la epidemia de peste, se añadía ahora la falta de trigo por la grave sequía sufrida en 1651, que había tenido como consecuencia la pérdida de la cosecha. Aunque, al parecer, la cantidad de grano existente no justificaba lo elevado del precio del trigo, el pan había llegado a niveles inalcanzables para la mayor parte de las economías. La razón que se daba para aquella situación apuntaba directamente hacia el acaparamiento de granos realizado por algunos miembros de la elitista nobleza cordobesa, una de las más cerradas de Andalucía, y por parte de algunos eclesiásticos.

Ante los primeros signos de protesta, algunos de los alcaldes se emplearon con particular dureza. Destacaron en este sentido Juan Adán y Bartolomé de Porras, quienes incluso vejaban a los humildes por causa de su extrema necesidad. Por su parte, el corregidor, vizconde de Peña Parda se sentía ajeno a los problemas de los desvalidos y no tomaba disposiciones que aliviasen la situación de los hambrientos. En aquellas circunstancias, en la mañana del 6 de mayo una mujer, dando gritos lastimeros y llevando en brazos a su hijo muerto por hambre, recorrió las calles del popular barrio de San Lorenzo. Su imagen conmovió a algunas mujeres, que comenzaron a increpar a los hombres su indolencia y cobardía ante una situación de la que se aprovechaban un grupo de especuladores, sin que las autoridades pusiesen el remedio que el caso requería. Poco a poco, los ánimos se fueron caldeando hasta que un grupo, exaltado por los improperios de las mujeres, se armó como pudo: palos, hoces, guadañas y algunas espadas, y se dirigieron a la casa del corregidor. En el camino, el concurso de los que se sumaban a la protesta era cada vez mayor, con lo que la algarada empezó a cobrar vuelos.

Peña Parda, advertido por un propio de lo que acontecía, huyó de su casa y buscó asilo en lugar sagrado, acogiéndose al amparo del convento de los padres Trinitarios. Su huida acabó de encrespar los ánimos y los revoltosos penetraron en su casa, que fue saqueada y robada —otra vez el aliento de las mujeres fue determinante en la acción emprendida por los hombres—. Muchos de los miembros de la nobleza local y aquellos que eran conocidos acaparadores de grano siguieron el ejemplo del corregidor y buscaron refugio en recintos sagrados. A partir de aquel momento, la ciudad quedó en manos de los amotinados a quienes, sin embargo, les faltaba dirección y objetivos concretos. El motín había sido la respuesta a una situación de malestar generalizado y al sentimiento que en un puñado de hombres inculcaron las mujeres. No obstante, aquello fue suficiente para que explotase la justa cólera popular.

Requisas de grano

Según algunas fuentes, sólo el anciano obispo de Córdoba, fray Pedro de Tapia, pudo ejercer un poco de autoridad en medio del furor desatado de las turbas, que habían iniciado un sistemático asalto de las casas donde la voz pública señalaba que había guardadas partidas significativas de grano. Los amotinados lo tomaban y lo llevaban al depósito y a la propia iglesia de San Lorenzo, que se convirtió en un improvisado granero. Otras versiones señalan que los amotinados obligaron al obispo a encabezar las manifestaciones y los actos de requisa.

Algunos datos apuntan a que la cifra de los amotinados alcanzaba varios miles de hombres. Se apoderaron de los puntos fuertes de la población, establecieron guardias en las puertas de la muralla y se adueñaron de los cañones que artillaban el castillo de la Calahorra, situado al otro lado del Guadalquivir, emplazándolos en el puente y en la puerta de Gallegos como medidas de protección ante un posible ataque, ya que circulaba el rumor de que el marqués de Priego y el conde de Cabra, cuyos estados señoriales se encontraban en las tierras meridionales del reino, estaban preparándose para atacar Córdoba.

Para organizar la defensa, los amotinados concentraron grandes contingentes de hombres armados en dos puntos de la ciudad: San Nicolás de la Ajerquía y el barrio de San Lorenzo, que era de donde había partido el movimiento.
Al caer la noche, la tensión era muy alta, circulaba todo tipo de rumores y eran muchos los que manifestaban su deseo de acometer a los que culpaban de la situación de miseria y de hambre que padecía la mayor parte de la población. Para evitar males mayores, el obispo logró que a lo largo de la noche numerosas partidas de frailes recorrieran las calles de la ciudad, tratando de aquietar los ánimos de los más exaltados.
A lo largo del día 7, las turbas, dueñas de la ciudad, continuaron asaltado las casa de las familias más acomodadas y prosiguió el descubrimiento de importantes cantidades de grano acaparado por los especuladores —entre ellos había numerosos clérigos y varios prebendados del cabildo de la catedral cordobesa—, lo que no hacía sino excitar más aún los ánimos de unas gentes que habían padecido hambre por causa de los excesivos precios alcanzados por el trigo. Aumentaron los rumores de que el marqués de Priego, al frente de un verdadero ejército, marchaba sobre la ciudad para sofocar lo que ya se consideraba una rebelión en toda regla, aunque sin objetivos definidos: los gritos que se oían por las calles eran contra la nobleza cordobesa, los clérigos acaparadores y el mal gobierno. Y como en tantos otros motines de la España de los Austrias, los amotinados repitieron una y otra vez el consabido grito de “Viva el Rey, abajo el mal gobierno!”El 8 de mayo, el motín alcanzó mayores proporciones, la ira popular se desbordó en acciones de violencia incontrolada contra los bienes y propiedades de los ricos, a la vez que los cabecillas, que surgían por todas partes, arengaban a las masas, clamando para que se diese muerte a los potentados. Ya no se trataba sólo del malestar provocado por el hambre, afloraban sentimientos más profundos, consecuencia de largos años de humillaciones, vejaciones e injusticias. Varios grupos de los más exaltados, capitaneados por unos improvisados dirigentes, robaron los palacios más suntuosos y se apoderaron de importantes cantidades de dinero y de armas de fuego. La rebelión se había extendido por todos los barrios de la ciudad y el número de los amotinados alcanzaba la cifra de 6.000 hombres.

Pueblo influenciable
Sin embargo, aquella fuerza fue incapaz de dotarse de una mínima organización. Bastó que un prestigioso caballero de la orden de Calatrava, Diego Fernández de Córdoba, cuyo ascendiente sobre el pueblo era muy grande por la bondad de que hacía gala, se dirigiese a las masas para que éstas depusiesen su actitud, prometiendo el abaratamiento del precio del trigo a fin de que la multitud pidiese su nombramiento como corregidor de la ciudad. El obispo quiso aprovechar aquella coyuntura y se reunió en las Casas Capitulares con un grupo de miembros de su cabildo eclesiástico, varios de los priores de las órdenes religiosas con conventos en la ciudad, un alcalde de casa y corte y algunos regidores del cabildo municipal. Con el apoyo de aquella extraña asamblea, logró vencer los escrúpulos de Fernández de Córdoba a ser nombrado corregidor por aclamación popular. Fue el obispo quien le entregó las insignias propias de su cargo en medio de los vítores del pueblo y de fuertes descargas de arcabucería.

Los días siguientes al nombramiento del nuevo corregidor, la ciudad vivió en medio de una agitación notable, pero decreciente. Menudearon las reuniones en las que los eclesiásticos desempeñaron un papel fundamental, como era lo habitual en la España de los Austrias en los momentos delicados desde el punto de vista de la tranquilidad pública. Felipe IV confirmó el nombramiento de Fernández de Córdoba y se libró la importante suma de 100.000 ducados para la compra de trigo con objeto de abaratar el precio del pan. Con estas medidas, los ánimos parecieron aquietarse un tanto, pero la tensión era tal que bastaba el menor pretexto para que se produjesen fuertes altercados, algunos de los cuales se saldaban con muertos. Una de esas muertes encrespó al pueblo de tal manera que más de dos mil hombres recorrieron las calles de la ciudad pidiendo la cabeza del homicida, un caballero llamado don Felipe Cerón, y de otros caballeros.

Todo apuntaba a que entre el pueblo de Córdoba corría el rumor de que, una vez que los ánimos se hubiesen aquietado, se tornarían represalias contra los cabecillas del motín. Para tratar de poner fin a aquella situación, el obispo y el corregidor obtuvieron del rey un perdón general que fue pregonado por todas partes. Sin embargo, no fue suficiente para que cesasen los problemas. Bastó, otra vez, un problema menor para que los vecinos del barrio de San Lorenzo se congregasen al son de la campana de la iglesia que daba nombre al barrio y decidiesen no acatar las decisiones de las autoridades porque las consideraban injustas.

En medio de aquel ambiente se llegó a las vísperas del 24 de junio, festividad de San Juan, en que una multitud de campesinos de las campiñas aledañas a Córdoba acudían a celebrar la festividad, que duraba dos días, antes de que comenzasen las tareas de la siega del grano. Las autoridades cordobesas tenían fresco el recuerdo de lo acaecido en Barcelona, algunos años atrás, en el llamado Corpus de Sangre en circunstancias parecidas. Para hacer frente a posibles eventualidades, se armaron varias compañías de hombres que vigilarían las entradas a la ciudad y desarmarían a los campesinos que entrasen en ella.

Partidas de bandoleros

Estas disposiciones surtieron efecto y la temida revuelta no se produjo, pero un claro indicio de que algo se estaba tramando lo tenemos en el hecho de que muchos de los cabecillas de los tumultos vividos de comienzos de mayo abandonaron Córdoba y se echaron al campo, donde constituyeron partidas que se dedicaron a ejercer el bandolerismo, asaltando viajeros y caminantes, robando las haciendas y entorpeciendo las comunicaciones de la ciudad con el exterior. Los problemas que causaban llegaron a alcanzar tal entidad que hubo necesidad de organizar numerosas partidas de hombres a caballo que recorrieron los campos hasta que lograron poner fin a la situación. Restablecida la tranquilidad a mediados de julio, el rey concedió el 20 de aquel mes un nuevo perdón, en el que se incluía a los que tomaron parte en el que podemos denominar segundo motín.
Los sucesos de Córdoba encontraron eco en algunas localidades de su reino, donde, como hemos visto, los ánimos estaban muy excitados. Sabemos que en Bujalance el 19 de mayo hubo un tumulto de gente de la plebe que se juntó para analizar si se gobernaba bien o no.

Pero pasado el turbión de los acontecimientos las aguas volvieron a su cauce y como señaló Díaz del Moral: “... el reloj de la historia volvió a marcar años, lustros, siglos, antes de que el pueblo cordobés acariciara de nuevo la ilusión de ser dueño de su destino”. El motín de Córdoba de 1652, conocido como el motín del hambre, fue uno de los más llamativos levantamientos populares ocasionados por la carestía y falta de trigo, que constituía en la España de la época elemento básico en la alimentación de las clases populares. Sin embargo, la explosión de cólera popular, que surgió potente y arrolladora, carecía de mayores objetivos que el de mostrar la crispación que había entre las clases populares como consecuencia de las difíciles condiciones de vida, provocadas por una política nefasta a la que se unían, con frecuencia dramática, una climatología caprichosa y la aparición de terribles epidemias. Aplacados los ánimos con medidas coyunturales, la resignación volvía a ser la nota dominante entre el pueblo.Llama la atención que en un entorno cronológico muy próximo las principales ciudades andaluzas se vieran sacudidas por motines y levantamientos populares que pusieron en jaque a las autoridades, las cuales se vieron desbordadas para hacer frente a las situaciones creadas. Así ocurrió en Granada, en 1648; en Córdoba, en 1652, y en Sevilla, en ese mismo año, con el llamado Motín de la Feria, al igual que en numerosas ciudades menores y pueblos de una extensa área de Andalucía. A pesar de su extensión y de su intensidad, no existió coordinación, ni hubo objetivos. Sólo en algunos casos hubo un cierto grado de planificación previa, cuando el movimiento popular ya estaba en marcha. Algún autor ha puesto de manifiesto el papel que en esa planificación jugaron los artesanos del sector de la seda, cuya presencia en muchas de las ciudades amotinadas era muy importante.

Las mujeres, inductoras

El miedo que se produjo en la corte ante un eventual movimiento secesionista en Andalucía, estaba más relacionado con el temor que inspiraban los acontecimientos vividos en Portugal y Cataluña, que con la verdadera realidad del malestar existente en el mediodía peninsular. En todos los casos, se manifestó en forma de levantamiento o motín, pero no se aprecia intencionalidad política, ni otro tipo de planteamiento que vaya más allá de la protesta por la situación existente. El motín de Córdoba, de 1652, en el que las mujeres fueron un elemento inductor decisivo, es un buen ejemplo de lo que afirmamos.

Córdoba elitista e injusta

La ciudad de Córdoba, capital del reino de su nombre, era una de las ciudades más populosas de la monarquía de Felipe IV. Su población superaba los 40.000 habitantes, antes de ser atacada por la epidemia que asoló buena parte de las tierras peninsulares a mediados del siglo XVII. Como consecuencia de dicho contagio perdió la tercera parte de su población en muy pocos meses, lo que le supuso un duro golpe.
La nobleza local, que controlaba el gobierno de la ciudad, era una de las más cerradas y elitistas de toda Andalucía y del conjunto de la Corona de Castilla. Defendía celosamente sus privilegios de casta y mantenía una distancia absoluta con las clases populares, que veían en aquellos nobles engreídos la representación de los males que les aquejaban. El clero era muy numeroso. Tenían asiento en la ciudad las más importantes órdenes religiosas: dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios, Jesuitas, etc., quienes aplacaban los ánimos de los más exaltados, predicando la resignación cristiana como una forma de aceptar la dura realidad que suponía le existencia cotidiana para las clases populares. Hubo, sin embargo, clérigos que alentaron la revuelta y tomaron parte activa en el motín que sacudió la ciudad en 1652. En la cúspide del estamento eclesiástico se encontraba el obispo, quien tenía a su disposición las importantes rentas de la dicesis que eran unas de las más elevadas de España, alcanzando la cifra de 40.000) ducados anuales.

Las clases populares estaban integradas por una masa de trabajadores del campo, que se ejercitaba en las amplias campiñas que se abrían al sur de la ciudad, y en los artesanos que satisfacían la demanda de productos de la población, destacaba el gremio de la seda y todas las actividades relacionadas con el mismo; hacia 1650 había en funcionamiento en la ciudad unos 200 tornos de seda y 1.750 telares.

Los Cabecillas

Entre los principales dirigentes del motín cordobés nos encontramos con un individuo que atendía al nombre de Francisco Antonio y que profesó como religioso en el convento de San Agustín, tal vez, como forma de salvar la vida. Un oficial sombrerero, llamado Juan de la Cruz, que fue ajusticiado; era vecino de la parroquia de San Lorenzo. También vecino de la misma e igualmente ajusticiado era Alonso Baptista. Dos maestros tintoreros, uno de origen valenciano, llamado Joseph Duque, y otro cuyo nombre era Antonio de Rojas, ambos pertenecían a la collación de San Nicolás de la Ajerquía y fueron ajusticiados. También fueron castigados otros cuatro hombres, con penas de azotes y galeras, por resistirse a los alguaciles la víspera del día de san Juan. Según un documento de la época, a estos castigados hay que añadir otros seis que quedaron presos porque se hallaron en dicha alteración y tumulto, señalándose con diferentes y particulares inquietudes, a quienes se ha de dar el mismo castigo —azotes y galeras— porque así resulta de los procesos que se van ajustando.Fueron muchos más los dirigentes del motín, pero las autoridades cordobesas tenían problemas para localizarles. Hay una relación de hasta 33 individuos a los que se consideraba como responsables de aquellos sucesos; 16 de ellos eran de la parroquia de San Lorenzo donde comenzó el motín. La mayor parte eran artesanos: herradores, sombrereros, aneros, carpinteros, carreteros, zapateros y sastres. Había también un maestro de escuela, un boticario y el casero de las monjas del convento de Regina.

Castigos y fugas

Con el cuidado que el Consejo ha tenido de los tumultos que se levantaron en algunos lugares de Andalucía parece que se ha conseguido la quietud que se deseaba, ejecutando en los más culpados los castigos que parecieron convenientes, y particularmente en la ciudad de Alhama, que era lo más peligroso, donde el licenciado don Gregorio Antonio de Chaves, oidor de la Chancillería de Granada, a quien V. M. por estos accidentes nombró corregidor de aquel partido, guiando la materia con prudencia y destreza, hizo justicia de cuatro de los promovedores, ejecutando en ellos pena de muerte y confiscación de bienes, castigando a otros dos con penas corporales, con que aquella ciudad queda del todo asegurada la quietud y obediencia, y será muy importante el ejemplo.
En la villa de Ardales se tajaron bien los tumultos con el castigo que se ejecutó en algunos de los más culpados, asistiendo a ello el marqués de Estepa por su persona, con bastante prevención de gente de su estado.., respecto de haberse entendido que los que fueron condenados en ausencia y rebeldía andan inquietos en aquella comarca y que podrían ocasionarse muchos daños si se juntasen con otros de los que se hallaron en las inquietudes de aquella villa ha parecido conveniente que V. M. usando de su Real clemencia se sirva de despachar indulto para los vecinos de Ardales como se hizo con los de Alhama, exceptuando algunos de los ausentes y rebeldes.., que por este medio parece que se conseguirá la quietud... V. M. ordenará lo que fuese más de su servicio. Madrid y mayo 7 de 1647.

CONSUL DEL CONSEJO DE CASTILLA


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